El trato con la recepcionista puede ser usado como una prueba de carácter
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Lucy Kellaway
Es media mañana un jueves y estoy encorvada en una silla del área de recepción del edificio de mi propia oficina. Trato de no llamar la atención, pues mi tarea es el espionaje. Estoy espiando a las personas que entran y salen.
Siempre he pensado que las recepcionistas son un recurso poco utilizado. Ven el comportamiento de las personas en momentos en que éstas creen que no son observadas, y por eso pueden identificar a los individuos groseros y antipáticos –y a los que parecen buenas personas– con más rapidez y precisión. Nunca he entendido por qué estas impresiones no son ampliamente utilizadas para la contratación, el ascenso o cualquier otra cosa que tenga que ver con el carácter.
La semana pasada me enteré de una empresa de propiedades en Mayfair que utiliza a su recepcionista de esta forma. El jefe ejecutivo ha desarrollado un sistema en el cual la mujer en la recepción (quien ha trabajado para él por años) saluda a los visitantes, les ofrece refrescos y entonces, en el momento en que el visitante ha entrado en el elevador para reunirse con el jefe, le dispara un correo electrónico reportando que el Sr. X no dio las gracias cuando se le ofreció café, el Sr. Y no la miró a los ojos, o que el Sr. Z llegó hablando en alta voz en su teléfono y apenas hizo una pausa para dar su nombre.
En bienes raíces –donde un negocio todavía se puede cerrar con un apretón de manos– tal espionaje debe ser particularmente valioso. No hay evidencia científica de que funciona, aunque a la empresa en cuestión le parece ir muy bien.
Por eso estoy sentada en la recepción del Financial Times al acecho. La mayoría de las personas que entran y salen son colegas, la mitad de los cuales saludan a la recepcionista cuando pasan. Noto que los que saludan son los mismos que yo he juzgado ser, durante largo tiempo de relaciones, generalmente civilizados. Aquellos que cruzan la recepción en silencio son un grupo más mixto, compuesto de introvertidos, miembros del pelotón de los torpes y una que otra persona desagradable.
No soy la primera en ver en esta prueba una buena forma de distinguir las ovejas corporativas de las cabras. El socio principal de un bufete de la City hacía que los aspirantes a socios imitaran cómo entraban a la oficina por la mañana, y los que cuya rutina matutina no incluía unos cordiales "buenos días" a la recepcionista eran rechazados como socios, o se les decía que tendrían que aprender mejores modales.
De los visitantes que llegan a mi oficina, muchos se beneficiarían de tal lección. Un hombre, cuando se le pide que deletree su apellido, enumera rápidamente las letras con desprecio, su mirada puesta en un punto a tres pies por encima de la cabeza de la recepcionista. Imperioso, me parece. Jerárquico.
Otra visitante se pone a ver lo que escribe la recepcionista para asegurarse de que ha escrito su nombre correctamente. Obsesiva, concluyo.
Un tercero entra, da su nombre con frialdad y va pausadamente a sentarse, quitándose el abrigo para mostrar que se siente como si estuviera en su casa. Cuando la persona que él viene a ver lo saluda, se levanta de un brinco, lleno de afecto y encanto. Lo conozco: es un tipo político. Un manipulador.
Después de algún tiempo, comienzan a surgir patrones. Cuando se les dice que tomen asiento, los relajados hacen lo que se les dice, mientras que los ansiosos siguen de pie, algunos incómodamente cerca de la recepción, o peor, caminan de arriba abajo. Los súper ansiosos no pueden esperar más de dos minutos sin regresar a la recepción para preguntar si han olvidado anunciarlo.
El pase de seguridad también ofrece una prueba de la personalidad. Cuando se les ofrece la tarjeta de plástico, los obedientes se la cuelgan al cuello, mientras que los rebeldes se la meten al bolsillo. Cuando es hora de usarla en la barrera electrónica, hay una relación inversa entre la antigüedad y la efectividad. Los que se ríen de su propia incompetencia reciben altas calificaciones; bajas calificaciones para los que se irritan y miran con furia a las recepcionistas como si fuera culpa de ellas.
La prueba final llega cuando ha terminado la reunión. La mayoría devuelven el pase y dicen adiós, pero algunos toscos lo lanzan a la recepcionista sin una palabra. Los atolondrados salen del edificio con el pase en el bolsillo.
Les pregunto a nuestros guardias si piensan que ellos pueden decir mucho sobre las personas por la forma en que entran y salen del edificio; todos dicen que sí.
Uno me dice que ha tenido algún entrenamiento en análisis del carácter. Antes trabajaba en los tribunales cerca de aquí. Los acusados aparecían en pandillas, con mal aspecto y en plan de riña, a veces con cuchillos escondidos en los bolsillos, sólo para volverse humildes y recatados cuando se les llevaba frente al magistrado. Quién era culpable y quién no, eso era bastante claro, dijo él.
La ley prohíbe usar esos detalles en la corte, pero no hay nada en el código corporativo que impida que la descortesía en la recepción sea usada como evidencia en nuestra contra.